También estoy embarazada. De ese imbécil (o sea de mi imbécil, no del mismo imbécil de la chica que no es la misma que la chica del papiloma que no es la misma que el del perro en el culo que el ególatra mega mamón que... oh, esta falta de firmas llega a ser confusa).
Me acuerdo de la tarde que pasamos platicando del futuro. Que la casa en Río Frío, que si el amor de su vida era yo, que si en cada rosa roja (porque me traía una cada mañana) veía un poquito de nosotros. Al otro día, sudada y cansada por tanto hacer el amor, preparé chocolate de Oaxaca y salí al mercado a buscar pan de yema. Era tonto hacerlo en Zacatecas, pero lo encontré en un puestecito junto a la florería. Ese día pensé que no tendría que buscar más, nunca más. No pensé: supe. El sol sale mañana, la luna y las estrellas son bonitas, mi queridísimo y yo estamos juntos.
Me acuerdo de otras tantas, de tardes, mañanas, noches, mañanas, tardes, en el Museo de Arte Moderno, en el Patanegra, en las trajineras, el día que paseamos a sus amigos franceses por el zócalo, la primera vez que me dejó plantada, el ramo de rosas más grande que he visto, la quinta vez que no pasó a verme, la vez que me internaron por sobredosis, las discusiones en el segundo piso del periférico, el delicioso sexo de reconciliación y el viaje que planeamos para volver a empezar.
Me acuerdo también. Estábamos en San Miguel de Allende. Tuvimos al fin "esa plática" frente al pastel de bodas. Sería en la Hacienda de los Morales, invitaríamos a todos, saldríamos en las revistas. Como yo ya había escogido mi vestido desde antes, nos ahorramos un paso. Regresamos al hotel de la callecita detrás de la casa de Allende. Como nuestro amor ya había recuperado su ímpetu, lo desvestí con la boca.
Siempre nos decíamos cosas sucias, pero esa vez lo noté algo extraño. Le pregunté qué le pasaba y me empezo a hablar de Benoit. Me dijo que, en una borrachera, acordaron que los tres nos acostáramos juntos. Accedí porque, después de todo, a mi edad ya va siendo hora de probar cosas nuevas. Me dio las gracias y me dijo: me siento ahora tan libre contigo, mi amor. Es que no hay cosa más rica que sentir una verga en el culo.
Nunca volvimos a ser los mismos. Nunca fui la misma, más bien. Ahora me la paso en internet, manteniendo un blog en el que finjo veinte años menos de los que tengo. Aceptando invitaciones de jovencitos idiotas, que creen que enfermedades venéreas y delirios de grandeza pueden ser llamados traumas.
¿Trauma? el imbécil me dijo, meses después, que no lo merecía porque no podía darme la vida a la que estoy acostumbrada. El hombrecito de Polanco, con el Coronel colgado en la sala. Me pareció tan corto, tan poco acertado, que no podía ser otra cosa que un insulto. Una forma de regodearse en su jodida mariconería de niño consentido y malcriado. Me pidió su llave de regreso. Le di una copia de la de mi departamento.
Salió con el puto, ocho horas y media después. Rompí todos los libros que pude en media hora. Azoté todos los cuadros contra el piso, rasgué con un cuchillo la pintura de Coronel.
No tuvo los huevos para acusarme con la policía, así que lloré a gusto todo marzo. Ahora me entero de que estoy embarazada. La estúpida idea el día del pan y el chocolate, que recordé mientras escribía esto, ahora no me deja en paz. Me siento tan sola que invento identidades en los blogs, donde decenas de niños tontos y mujeres estúpidas alaban las idioteces que vomito.
Iba a decir que el engendro es nuestro hijo y que sin ningún remordimiento iba al hospital a que me lo arrancaran. Ahora no estoy tan segura. Tengo cita el viernes.
Me acuerdo de la tarde que pasamos platicando del futuro. Que la casa en Río Frío, que si el amor de su vida era yo, que si en cada rosa roja (porque me traía una cada mañana) veía un poquito de nosotros. Al otro día, sudada y cansada por tanto hacer el amor, preparé chocolate de Oaxaca y salí al mercado a buscar pan de yema. Era tonto hacerlo en Zacatecas, pero lo encontré en un puestecito junto a la florería. Ese día pensé que no tendría que buscar más, nunca más. No pensé: supe. El sol sale mañana, la luna y las estrellas son bonitas, mi queridísimo y yo estamos juntos.
Me acuerdo de otras tantas, de tardes, mañanas, noches, mañanas, tardes, en el Museo de Arte Moderno, en el Patanegra, en las trajineras, el día que paseamos a sus amigos franceses por el zócalo, la primera vez que me dejó plantada, el ramo de rosas más grande que he visto, la quinta vez que no pasó a verme, la vez que me internaron por sobredosis, las discusiones en el segundo piso del periférico, el delicioso sexo de reconciliación y el viaje que planeamos para volver a empezar.
Me acuerdo también. Estábamos en San Miguel de Allende. Tuvimos al fin "esa plática" frente al pastel de bodas. Sería en la Hacienda de los Morales, invitaríamos a todos, saldríamos en las revistas. Como yo ya había escogido mi vestido desde antes, nos ahorramos un paso. Regresamos al hotel de la callecita detrás de la casa de Allende. Como nuestro amor ya había recuperado su ímpetu, lo desvestí con la boca.
Siempre nos decíamos cosas sucias, pero esa vez lo noté algo extraño. Le pregunté qué le pasaba y me empezo a hablar de Benoit. Me dijo que, en una borrachera, acordaron que los tres nos acostáramos juntos. Accedí porque, después de todo, a mi edad ya va siendo hora de probar cosas nuevas. Me dio las gracias y me dijo: me siento ahora tan libre contigo, mi amor. Es que no hay cosa más rica que sentir una verga en el culo.
Nunca volvimos a ser los mismos. Nunca fui la misma, más bien. Ahora me la paso en internet, manteniendo un blog en el que finjo veinte años menos de los que tengo. Aceptando invitaciones de jovencitos idiotas, que creen que enfermedades venéreas y delirios de grandeza pueden ser llamados traumas.
¿Trauma? el imbécil me dijo, meses después, que no lo merecía porque no podía darme la vida a la que estoy acostumbrada. El hombrecito de Polanco, con el Coronel colgado en la sala. Me pareció tan corto, tan poco acertado, que no podía ser otra cosa que un insulto. Una forma de regodearse en su jodida mariconería de niño consentido y malcriado. Me pidió su llave de regreso. Le di una copia de la de mi departamento.
Salió con el puto, ocho horas y media después. Rompí todos los libros que pude en media hora. Azoté todos los cuadros contra el piso, rasgué con un cuchillo la pintura de Coronel.
No tuvo los huevos para acusarme con la policía, así que lloré a gusto todo marzo. Ahora me entero de que estoy embarazada. La estúpida idea el día del pan y el chocolate, que recordé mientras escribía esto, ahora no me deja en paz. Me siento tan sola que invento identidades en los blogs, donde decenas de niños tontos y mujeres estúpidas alaban las idioteces que vomito.
Iba a decir que el engendro es nuestro hijo y que sin ningún remordimiento iba al hospital a que me lo arrancaran. Ahora no estoy tan segura. Tengo cita el viernes.